Los sitios de arte rupestre de Kondoa: las rocas de los ancestros
Hay un lugar en Portugal enclavado en los abruptos
márgenes de un río. Allí nadie llega por casualidad, allí jamás se han
pronunciado palabras de extravío, porque en el Valle del Côa uno sólo encuentra
si sabe buscar, si adivina, intento tras intento, la forma exacta de entornar
la mirada, de desentrañar los secretos que esconden las piedras. Esta frase,
que bien podría pasar por un lema alquímico al estilo del Visita Interiora
Terrae Rectificando Inveniens Occultum Lapidem, es, no obstante, literal:
en las márgenes del Côa, ese río de poco más de cien kilómetros que vierte sus
aguas al Duero, es a las piedras a dónde hay que mirar. Porque esta región alberga
el que es uno de los mayores yacimientos de arte rupestre a cielo abierto del
mundo. Sus grabados más antiguos datan de hace 30.000 años, y al contemplarlos
uno tiene la sensación de estar devolviéndole la mirada a nuestro primer
pasado, al instante exacto en el que algo se encendió y el pensamiento se hizo
arte.
Allí, en aquel paraje de belleza definitiva, al fondo
de una carretera larga que va a morir junto a un precipicio, se halla el Museo
del Côa, un modernísimo edificio en una de cuyas salas me encontré un mapa, un
planisferio en el que, aquí y allá, aparecían marcados los lugares en los que
aún se conservan restos de aquel arte primitivo que alumbró nuestro propio
devenir. Portugal, sí, pero también España, Rusia, Suecia, Australia, India... y
Tanzania. Hice una foto a la cartela en la que aparecían dos representaciones
simbólicas de figuras humanoides de cabezas desproporcionadas y cuerpo recto y
lineal ubicadas en Kondoa, Tanzania, y se la envié a una compañera de la ONG.
Era, en fin, un hallazgo pintoresco que merecía la pena compartirse, pero después
cayó en el marasmo de recuerdos errantes hasta que, meses después, en una
reunión de Maisha, alguien habló de Kondoa, el distrito donde íbamos a realizar
nuestro nuevo proyecto, Maisha na Elimu. Me sonaba de algo. Me sonaba de algo,
claro: de un viaje a Portugal. La asociación de ideas, a todas luces
estrambótica, se hizo esperar, pero llegó, porque uno, que es muy optimista, se
consuela pensando que todo llega.
A tan sólo unos kilómetros de la Bereko Secondary
School, la escuela donde se desarrolla la iniciativa, se encuentran, en efecto,
los sitios de arte rupestre de Kondoa, declarados Patrimonio de la Humanidad
por la UNESCO en 2006. Como asidos a los riscos de la historia, inmemorialmente
grabados en los salientes rocosos que bordean el Gran Valle del Rift, allí se
pueden encontrar dibujos de personas, animales, figuras geométricas… Todos ellos
dan cuenta de la evolución de las distintas sociedades que, a lo largo de unos
tres milenios, allí se asentaron e intentaron comprender el mundo. Porque los
yacimientos de Kondoa no se circunscriben a una época específica, sino que, a
lo largo de sus 2.336 km² de extensión, encontramos manifestaciones artísticas
que abarcan miles de años, permitiéndonos recobrar el testimonio gráfico de
unas comunidades que evolucionaron desde las primitivas sociedades de
cazadores-recolectores a las más modernas agrícolas-pastorales. La UNESCO no
fue ajena a esta realidad al escoger los criterios en virtud de los cuales otorgaban
al lugar su más alta distinción: «(iii) aportar un testimonio único, o al menos
excepcional, sobre una tradición cultural o una civilización viva o
desaparecida» y «(vi) estar directa o materialmente asociado con
acontecimientos o tradiciones vivas, con ideas, creencias u obras artísticas y
literarias que tengan un significado universal excepcional».
El conjunto de cavernas se organiza en unos 150
refugios que fueron habitados casi ininterrumpidamente hasta hace unos siglos y
que reflejan no sólo el devenir social y económico de los pueblos que vivieron
en ésta la región de los masái, sino también el modo en el que veían e
interpretaban la realidad, su cosmovisión del mundo o sus prácticas rituales. Lo
que quizá quede al albur de la imaginación, o incluso del sentimiento, es el
motivo que llevó, centuria tras centuria, a aquellos hombres y mujeres a
plasmar en esas rocas especiales, casi místicas, el devenir de su tiempo.
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